Don Elvis

La avioneta despegó dejando en él una inmensa sensación de vacío. Por cada metro que esta se separaba del suelo, Marcos veía como sus raíces iban siendo arrancadas. Pese a no haber volado nunca, odiaba los aviones, probablemente porque esta era la forma más rápida de llegar allí donde nunca quiso volver. Pero su padre merecía este esfuerzo.
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Siempre había sido bueno con él. En una tierra de envidias y recelos, don Elvis, como todos le llamaban, había conseguido lo que solo el alcohol conseguía en San Blas: poner a todos de acuerdo. Elvis Villalobos era todo un ídolo en su comunidad, querido y respetado a partes iguales. De hecho, él había sido la única razón para que Marcos no abandonara la isla hasta la mayoría de edad. Y él iba a ser el único motivo para regresar.
Lo acababa de descubrir, pero Panamá era maravilloso desde el aire. La avioneta no volaba muy alto y la ventanilla ofrecía un espectáculo impagable desde el despegue. El volcán Barú, el más alto del país, fue uno de los grandes protagonistas del trayecto, pero no se quedaban atrás la sucesión continua de montañas, selvas y ríos que le acompañaban.
En realidad, San Blas, su denostada tierra de origen, también era un enclave fascinante. Nada menos que 365 islotes de postal flotando en mitad del mar Caribe. Aunque ahora era uno de los puntos más turísticos del país panameño, ya durante su infancia, tiempo atrás, compartió la arena blanca y el mar de cristal con aventureros llegados de todas partes. Nunca había salido de Panamá, pero tenía la certeza de que ese archipiélago era un lugar único en el mundo.
—¿Me estoy poniendo nostálgico? —pensó.
—Me estoy poniendo nostálgico —se confirmó.
La muerte de su padre le había afectado tanto que se había olvidado, por un momento, de lo dura que fue su adolescencia en San Blas. Desviado, maricón, lamevergas, enfermo, Omeguit… son algunas de las lindezas que tenía que escuchar día a día. Marcos se habría conformado con que le llamaran homosexual.
Tenía 12 años cuando empezó a ser consciente de su orientación. Durante aquellos tiempos, su padre regentaba el alojamiento de la isla de Perro Chico y él solía acompañarle. Le encantaba pasar tiempo con su padre, pero, sobre todo, jugar con los niños de los turistas que llegaban. Con los niños. Con 15 años, uno de esos chicos le plantó el primer beso con lengua de su vida. 2 años después perdió su virginidad en la tienda de campaña de un viajero.
Aunque disfrutó al máximo de cada experiencia, Marcos trató de mantener en la sombra sus inquietudes sexuales, hasta que su mejor amigo, o eso creía, el único conocedor del verdadero mundo interior de Marcos, decidió airear la historia en el colegio. Las risas del principio se convirtieron pronto en insultos. Y los insultos no tardaron en dar paso a la violencia. Con Joe, el más imbécil de la clase, como brazo ejecutor. Y con su padre como mero espectador de todo aquello.
Una fuerte turbulencia le devolvió al presente. El susto inicial dio paso a una sensación de libertad tras abandonar, por unos segundos, el oscuro pozo de sus recuerdos. Desde la ventanilla ya se intuía la ciudad de Panamá y su imponente skyline. Hacía más de una década que no visitaba la capital, concretamente desde el juicio final.
Era la víspera de las vacaciones de Navidad, una época bastante turística en San Blas. Un día más, Marcos había ido a la isla de Perro Viejo para ayudar a su padre. Una noche más, Marcos se había quedado tomando algo con algún turista. Esta vez disfrutaba de la compañía de Carlos, un atractivo mejicano. Había una luna tan grande y llena que parecía que alguien había encendido las luces de la isla. Olía a beso en el ambiente, pero el sonido del motor de una lancha rompió la atmósfera. Marcos se puso muy tenso, más aún cuando vio a Joe a los mandos de la embarcación.
—¿Está todo bien? —le preguntó Carlos.
—Váyase al bungalow. Luego voy para allá —contestó Marcos.
Extrañado, el mexicano regaló un gesto cariñoso a Marcos y se dirigió al alojamiento. Joe no venía solo: su gilipollas de cabecera le acompañaba. Marcos trató de entablar conversación en que tocaron tierra, pero Joe no venía a charlar. Un puñetazo aguantó antes de caer a la arena fulminado. La sangre le salía a borbotones por la nariz. Estaba completamente aturdido, solo los insultos homófobos de Joe y las risas de su secuaz lo mantenían conectado a la tierra. Antes de que pudiera situarse, Joe agarró a Marcos por el pelo y, tras rebozarle la cabeza en la arena, se la metió debajo del mar. No podía moverse. No podía respirar. Se ahogaba. Abrió los ojos como si eso sirviera de algo, pero la sangre opacaba todo.
—Señores pasajeros, por favor, abróchense los cinturones. Hemos tenido un fallo de motor y vamos a tener que realizar un aterrizaje de emergencia.
Ya ni las palabras del capitán le devolvieron al presente. Marcos seguía ahogándose bajo las aguas del mar Caribe, sintiendo el dolor de aquella maldita noche de diciembre. Y de pronto, crack. El golpe sonó tan fuerte que se escuchó hasta debajo del mar. La mano de Joe por fin le soltó. Marcos sacó la cabeza del agua como un resorte, buscando recuperar en una bocanada todo el aire que le había faltado en aquellos eternos segundos. Y entonces lo vio. Su padre estaba allí, a su lado, inmóvil, con un gesto tenso y la mirada perdida. Con un machete ensangrentado en la mano. Por su parte, Joe flotaba en el agua, inerte, con una inmensa brecha en la cabeza. Su acompañante trataba de socorrerlo, pero era tarde: Elvis Villalobos acababa de cometer un asesinato.
La avioneta descendía rápidamente, pero a una velocidad sostenida. No se escuchaba ni la respiración de los demás pasajeros, la tensión había impregnado la cabina. Solo Marcos parecía ajeno a lo que estaba sucediendo. O quizá la muerte le había dejado de asustar.
10 años pasó en la cárcel don Elvis, pero su mayor condena fue tener que abandonar San Blas. A la salida de prisión se fue a vivir con su hijo a Bocas del Toro, otro archipiélago panameño, pero con una promesa por medio: «Cuando muera quiero que tires mis cenizas en San Blas». El tiempo hizo el resto.
—Por favor, colóquense en posición de seguridad. Vamos a aterrizar en un parque.
Marcos miró de reojo por la ventanilla del avión. Estaban demasiado cerca del suelo. Estaban demasiado cerca de todo. Un fuerte estruendo lo corroboró. Todos los compartimentos superiores se abrieron a la vez, dejando escapar su contenido. Marcos solo podía pensar en la urna con las cenizas de su padre. Al segundo golpe fueron los cristales de las ventanillas los que cedieron. Al tercero la avioneta paró en seco.
Un largo vacío sucedió al estruendoso aterrizaje. Marcos estaba entumecido y muy dolorido, pero seguía de una pieza. Solo su nariz había vuelto a resquebrajarse. A sus pies, la urna con las cenizas de su padre; estaba intacta. Marcos la cogió y sonrió.
—Te dije que no era buena idea volver a San Blas, papá.
Don Elvis es un relato corto de Sergio Otegui Palacios. Aquí podéis leer más relatos breves.
